Al dejar su último aliento el
primer día de septiembre en La
Habana, el amigo italiano Giustino Di Celmo se mantuvo fiel a
la decisión de consagrar el resto de su vida a residir en Cuba para luchar por
la justicia, tras la pérdida de su joven
hijo Fabio, víctima del atentado terrorista en el hotel Copacabana, el 4 de
septiembre de 1997.
Muchas veces lo imaginé en
los intentos de cambiar en su memoria la historia del fatal suceso, que solía
describir desde el recibimiento de Fabio en el aeropuerto el día anterior,
cuando sintió un abrazo “como nunca”, y después muy rápido ocurrían trámites de
negocios y la prisa del muchacho por un compromiso ligado a su pasión por el
fútbol.
Cuánto se lamentaba en el
relato de que con solo un instante más frente la puerta de la habitación, la bomba hubiese explotado antes de su llegada
al lobby; pero la insistencia de pagarle su salario o darle dinero no lo
retuvieron por suficiente tiempo.
Varias veces escuché el
relato durante sus visitas a Las Tunas, donde afirmaba: “sin discriminación de
ciudad tengo un cariño particular porque aquí besé 50 niños y nunca me pasó esto
en la vida…No puedo olvidar jamás, hasta el último instante de mi vida que yo
quisiera todavía hacerlo, y cuando estoy un poquito triste recuerdo esto y me
siento renacer otra vez.
Este era quizás uno de los
alicientes frente a un dolor que nada podía curarlo; tan solo lo habría
aliviado su gran anhelo: “ojalá que la justicia triunfe en el mundo porque esta
es una cosa normal para la humanidad”.
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